No sólo se trata del gusto, capricho o inspiración del artista y, aunque no subsistan comentarios de testigos, es un hecho que la pequeña Rosa, a los diez años, era una jovencita de rostro delicado y mirada pueril.

A esa edad llegó con sus padres hasta el poblado de Quives, cuando el papá Gaspar fue designado como uno de los custodios de las minas de plata en la zona de Quives. Gaspar Flores, puertoriqueño de nacimiento, aceptó la orden como todo buen arcabucero de la guardia del virrey.

Quizás no se imaginó, ni él ni María Oliva, que la pequeña Rosa encontraría en ese manantial de bellos paisajes, una bucólica inspiración que la llevaría por los caminos santos de la devoción.

Al año siguiente, el entonces arzobispo de Lima, Toribio de Mogrovejo, acudió a Quives para confirmar a la futura patrona y a su hermana Bernardita, con el nombre de Isabel Flores de Oliva.

Rosa había nacido en Lima, el 20 de abril de 1587 y fue bautizada en la iglesia de San Sebastián con el nombre de Isabel, como homenaje a su abuelita que tenía aquel nombre y por la virginal hermosura de su rostro.

Dice la leyenda que un día María, mientras la arrullaba se sorprendió al ver que el rostro de su hija se había transformado en una deslumbrante rosa: "Desde este momento te llamarás Rosa", habría dicho la madre.
Su paso por Quives marcó su adolescencia.

Los inmensos parajes de árboles frutales y el murmullo del río Chillón consolidaron su vocación por la vida laica religiosa. Por eso dicen que Santa Rosa no nació santa sino que se hizo santa.

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